sábado, 9 de junio de 2007

Se Me Olvidó Sentir Miedo

La mañana en la que mas segura estaba de que nunca volvería a sentir nada; aún no sabía, que aquella tarde, aprendería a volar.

Apartado de mi camino, junto a una vereda cuajada de

pinchos y matorrales y oculto tras unos árboles que parecían preciosos; asomaba, cómo si no fuera importante, el campanario de una iglesia escondida.

Si hubiese ido hacia alguna parte, nunca se me habría ocurrido perder el tiempo acercándome allí.

El sonido de la puerta cuando la empujé, fue para mí una

agradable invitación a entrar.

Me dejé envolver por la penumbra del interior,

mientras mi mirada paseaba por las paredes de aquella habitación que parecía vacía. Llamas de un naranja luminoso colgaban en uno de los rincones; pero, ni siquiera ellas, me hicieron pensar que no estaba sola.

Un hombre apareció por una puerta que yo no había

visto, se dirigió a la luz y cogió el palo que estaba ardiendo. Sonreía, me acercaba su fuego muy despacio y sus ojos no necesitaban palabras.

Saludó con una inclinación sin dejar de mirarme, tomó

mi mano y anduvimos hacia el centro de la iglesia. Una enorme liana de esparto, pendía desde el techo arrastrándose a mi lado. Me cedió su antorcha y sus brazos rodearon mi cuerpo para alcanzar la cuerda; acarició suavemente mis hombros, mi espalda y, cuando llegó a mi cintura, comenzó a llenarme de nudos.

No sé por qué, pero se me olvidó sentir miedo.

Cogió el otro extremo de la soga, con la expresión de

un amante cuando entrega un regalo de verdad, y tiró fuerte de ella. Mi cuerpo empezó a elevarse mientras mi pelo y mi falda danzaban tras de mí. Las campanas comenzaron a sonar al compás de mi balanceo. Mi cómplice me miraba desde abajo; y yo, sencillamente, volaba.

De repente, la cuerda se paró cerca de una de las

paredes y vi unas caras con barba que me miraban pintadas en el muro. Las túnicas de colores de aquellos apóstoles, sus largos cabellos, sus ojos iluminados por la luz de la antorcha y la sensación de revolcarme entre ellos me parecieron increíblemente sensuales. Bajé la mirada hacia aquel desconocido, como lo haría una amante que ha recibido un regalo de verdad; el columpio volvió a bailar con la música de las campanas y, muy lentamente, empecé a descender.

El hombre que acababa de conocer, me rodeó otra vez

con sus brazos, desató los nudos que apretaban mis caderas y mi cintura, acarició con su cuerda, con sus manos y con su mirada todo mi cuerpo y después, cogió la antorcha y se alejó.

Volveré a ésta iglesia algún día. Dije en voz alta. Yo

vengo a menudo por aquí. Me contestó. Entonces nos encontraremos.

Sí esto hubiese ocurrido. Si aquellas horas no

hubiesen sido únicas, la magia habría desaparecido y hace muchos años que se me habría olvidado que yo… sé volar.

1 comentario:

Er Canijo Resusitao dijo...

Un relato que merece ser admirado por las personas que entren en tu blog. Un besazo enorme y que sigas colgando cosas así de buenas...