lunes, 25 de junio de 2007

Ya Está Muy Bien o Aurora

Cuando tropezó no sabía que, algo tan tonto, le cambiaría la vida.

Un muchacho con sus rastas y una mujer vestida de verde se acercaron a ayudarla.

- ¡Pobrecilla... Una señora tan mayor! ¿Está usted bien?

- Sí, sí. No se preocupen, contestó ella. Estoy muy bien.

Se puso algo más nerviosa al ver que seguía viniendo gente... Una niña corriendo

con su madre detrás, un cartero con su carrito amarillo...

Demasiado alboroto por tan poca cosa, pensó.

Todos la miraban hablándole a la vez

- ¿Y su rodilla? Parece que tiene una herida.

- No. No es nada... De verdad que estoy bien.

Más que nada, por dar gusto a los que había a su alrededor, se levantó.

A ella no le habría importado quedarse así un ratito más. Si hubiese estado sola,

claro... Tirada en la calle, tampoco se estaba tan mal.

- ¿Vive usted cerca?

- Sí, sí, ahí mismo. Contestó.

- ¿Puede andar?

- Estoy bien... De verdad. Les he dicho que no ha sido nada. Muchas

gracias por todo.

Al fin pudo irse.

Caminó sin problema hasta su casa. Incluso, más rápido que de costumbre. Nunca le había gustado llamar la atención y tenía ganas de llegar.

Al entrar por la puerta empezó a notar los efectos del golpe. Fue hacía su habitación, se quitó la ropa y se puso el pijama. El dolor iba aumentando. Este cuerpo ya no es tan duro como antes, pensó.

Se tumbó en el sofá, colocó un cojín bajo su cabeza, se recogió la melena casi blanca que le molestaba en la cara y comenzó a preocuparse.

Todas las mañanas, menos los domingos, las dedicaba a cuidar de sus nietos. Tengo que avisar a Susana, ¿podrá arreglárselas sola?

Se puso más nerviosa al pensar en Matías y en Daniel... Nunca había entendido como podían llevarle tanta ropa sucia; lavarla, coserla, plancharla... No sabrán hacerlo solos.

¿Y mi niño? Sale corriendo antes de terminar el postre. Pero aquí, por lo menos, una comida caliente toma al día.

Cogió el teléfono. Suspiró. Sentía que les estaba fallando a todos. Comenzó a marcar un número, pero colgó antes de terminar. A lo mejor mañana estoy bien, pensó. No puedo hacerles esto a mis hijos. Me necesitan.

Se tomó una pastilla para el dolor. Preparó una infusión de valeriana, se la bebió a pequeños sorbos y se acostó.

Casi no durmió. No sabia como ponerse. Se levantó varias veces. Bebió agua. Se echó Betadine en la rodilla. Tomó otra pastilla. Cada vez le dolía todo más. ¿Y si mañana no soy capaz de nada? Pensó.

Cuando amaneció, comprendió que no podía hacer otra cosa y cogió el teléfono.

- Susana... mira... que hoy no puedo ir a cuidar a los niños.

- ¿Por qué no?. Tenías que habérmelo dicho con más tiempo.

- Estaba esperando por si me ponía mejor. Perdóname, ayer me caí. ¿Sabes?

- Llamaré a mis suegros. No te preocupes y avísame cuando puedas venir. Bueno... o si necesitas algo.

- Gracias. Dale un beso a los niños.

Se quedó un rato mirando el techo. La pobre lleva tantas cosas para delante. Por

ella seguro que habría venido a verme y estar un rato conmigo.

Descolgó otra vez el teléfono.

- Matías. Soy yo...

- ¿Quién?

- Pues, tu madre. ¿Estabas dormido?

- No. No, ¿qué pasa?.

- No te preocupes pero ayer me caí. Casi no puedo moverme.

- Eso no es nada. Tu descansa y cuídate. A nosotros nos da igual llevar la ropa

a la tintorería.

- Gracias. Díselo a tu hermano.

- Vale. Si te duele llama al médico... Y a nosotros, claro.

- Sí. Os llamaré cuando podáis traer las cosas; creo.

Pulsó la tecla de colgar el teléfono. No pensó. Marcó otro número.

- Hola. Soy mamá.

- ¿Qué pasa?

- Nada importante, estoy bien. Ayer me caí. No puedo ir a comprar comida.

- Da igual, ya comeré por ahí. Llámame cuando estés bien

- De acuerdo.

- Me tengo que ir. Te llamo otro día... Dame un toque si quieres algo.

- Gracias y no comas porquerías.

Soltó el auricular. Cerró los ojos.

Mis hijos son maravillosos, pensó. No solo no me han reprochado que me

sintiera mal. Hasta me han dicho que les llame si necesito algo. De sobras sé yo que, si no vienen a verme, es porque no pueden.

Se levantó y apoyándose en la pared, a pasitos muy cortos, se dirigió al baño.

Se desnudó. Descubrió los moratones que le estaban saliendo. Abrió el grifo del agua caliente, la mezcló con un poco de fría y se metió bajo la ducha.

El agua le caía sobre la cabeza y, sin darse cuenta, sus lágrimas se unieron a ella, recorriendo todo su cuerpo.

No fue consciente del tiempo que pasó así. Mezclada con el agua, el jabón y las lágrimas. Sí notó que, cuando volvió a la realidad y pudo cerrar el grifo, muchas cosas habían cambiado.

El vaho había hecho invisibles las paredes del cuarto de baño, pero la ayudó a mirar para ella por primera vez en treinta años. Tengo que ir a Londres, pensó. Me encanta la niebla.

Respiró profundamente. Se secó. Se lió la toalla a la cabeza. Se dio unas friegas con alcohol, lo mejor para los golpes; recordó. Se vistió. Abrió la puerta y salió al pasillo.

Vio su casa más bonita que nunca. Hoy tenía tiempo para mirarla.

El sol bañaba casi toda la terraza. Fue hacía ella. Paseó entre sus macetas; los geranios, sobre todo, estaban preciosos.

Entró al salón. Se paró ante la estantería. ¡Cuantos libros por leer!.

Volvió al baño. Se secó el pelo. Hacía mucho que no saludaba a la mujer que se reflejaba en el espejo. Se peinó y dijo en voz alta:

- La verdad es que eres una vieja muy guapa.

Fue hacia la cocina. Se preparó un café y se lo tomó con una magdalena. En unos días se me habrán pasado estos dolores, pensó.

Cogió una bolsa de la despensa y se fue a la terraza.

Quería mirar todos los colores de la ciudad, aspirar sus olores, escuchar hasta los, normalmente insoportables, pitidos de los coches bajo su casa. Y; entonces...

Se sentó en la silla que estaba frente al sol. Puso los pies sobre otra que colocó enfrente.

Abrió la bolsa y, simplemente porque quiso... empezó a comer pipas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Llevas toda la razón del mindo, sin querer que egoistas somos los hijos.
¡Que haríamos sin nuestras madres!