lunes, 25 de junio de 2007

Nuestros Esperpentos

Hace dos años y un día que la prima Enriqueta cumplió los cincuenta y ocho y medio. Nada hacía pensar que aquella tarde desaparecería.

Fuimos a su casa. Comimos su famoso pollo en pepitoria y los aperitivos que llevamos cada uno. Bebimos los refrescos del tío Damián, hicimos café y, cuando todavía no había terminado de soplar las ciento diecisiete velas de su tarta, mi prima se marchó.

El sobrino de mi cuñado cogió una rabieta cuando vio que Enriqueta se dejaba un montón de llamas ardiendo sin que ello le preocupara lo más mínimo. Márilin y Garicuper saltaron ladrando sobre la prima Genoveva. Yo no puedo dejar de decir que el niño y los chihuahuas tenían toda la razón de ponerse cómo se pusieron; sobre todo, después de haber tenido que buscar por tres pastelerías diferentes para que Enriqueta tuviera el doble de velas de su edad, como Dios manda en los cumpleaños y medio.

La prima Enriqueta levantó la cabeza del pastel que estaba soplando y se fue a su habitación. A los cinco minutos apareció con el vestido de flores que había estrenado la noche de su primer baile, el pelo suelto y, aunque no estoy segura porque siempre ha estado bastante plana; yo diría, que mi prima no llevaba sujetador, Miró a su alrededor y, con los ojos tan brillantes cómo las llamas que acababa de dejar encendidas, dijo: Así iba vestida la primera vez que quise volar; sólo que ahora sí puedo. Cogió de un cajón una foto que parecía recortada de una revista. Metió en su bolso el libro de un tal Benedetti que siempre tenía por en medio y salió despacio a la calle.

La tía Manuela y su hijo David fueron tras de ella. Nadie pensó ni remotamente que no la encontrarían y mucho más, sabiendo cómo todos sabemos, que el primo David es corredor de los que sólo se dedican a correr y lo hace tan rápido y tan bien que su mujer se siente orgullosa y feliz aunque tenga que coser para las vecinas a la salida de su trabajo.

Ninguno éramos capaces de creer lo que estábamos viendo. En mi familia todos hemos sido siempre muy normales y una actuación tan rara no es propia de nosotros. Yo no quiero decir nada pero, por lo menos, Enriqueta tenía que haber abierto el frasco de colonia y los pañuelos con la E cursiva bordada en rosa que le compramos con tanta ilusión.

A su regreso, mientras se daba aire con la mano, la tía Manuela nos aseguró que a nuestra prima tenía que haberle pasado algo sobrenatural. Era imposible que David no hubiera sido capaz de alcanzarla.

Tras el oportuno alboroto, decidimos hacer una meditación colectiva. Barajamos posibilidades, atamos cabos y pensando y pensando entendimos lo que nos quiso decir Enriqueta antes de irse.

Había dos posibilidades razonables:

Nuestra prima se había transformado en algún animal volador con vete a saber que extraña pócima o estaba planeando por ahí abducida por cualquier extraterrestre desconocido.

Así, desde aquella tarde y cada seis meses, conmemoramos el día del vuelo de Enriqueta. Mi hermana prefiere pensar que subió al cielo en cuerpo y alma y siempre se refiere a él cómo el día de la otra ascensión. A mi no me gusta hablar; yo podría aceptar que esto le hubiese ocurrido a la abuela Leonor, pero mi prima nunca hizo los meritos suficientes para que Nuestro Señor le concediera tal privilegio.

Desde que recuerdo, todos mis parientes cercanos y lejanos nos reunimos en los cumpleaños y medio de los mayores de cincuenta que están vivos, pero cómo nuestra prima ni se había muerto ni estaba con nosotros nos quedamos sin saber que hacer. Mi familia deliberó lo necesario hasta tomar la decisión acertada: Seguiríamos reuniéndonos con las comidas de siempre; eso sí, ya no había necesidad de comprar una tarta.

Ayer iba a ser la cuarta vez que nos juntáramos para recordar el vuelo de Enriqueta. La suegra de mi primo ya había echado los boquerones en vinagre para las banderillas, el tío Damián tenía la lista del vino y las cervezas que iba a comprar, la nevera de la madre de mi cuñado estaba llena con los ingredientes para hacer la ensaladilla rusa cómo sólo ella sabe hacerla y yo acababa de preparar la masa de las croquetas de jamón. Todo estaba en orden, pero sin embargo, en ésta ocasión hemos tenido un problema.

Lorena, amiga de mi prima, recibió una carta suya. Yo soy muy discreta, pero no me puedo callar que Enriqueta debería haberse puesto en contacto con alguien de su sangre y no con esa mujer que a veces le da por escribir historias sin pies ni cabeza y que ya ha tenido cinco novios que yo sepa.

Mi familia reaccionó cómo es debido. Nos telefoneamos muchas veces, mi hermana fue corriendo a la iglesia a consultar con su párroco, Genoveva se encerró con Márilin y Garicuper para poder pensar con más claridad y mi tía tuvo que buscar respuestas en su bola de cristal a pesar de que, en ese momento, los astros no eran favorables.

Entre todos, cómo debe ser, decidimos que lo correcto era leer la carta de Enriqueta el día de su aniversario.

Es fácil de entender que, incluso a nosotros, nos haya sido imposible evitar un cierto desconcierto. La suegra de mi primo no sabía que hacer con los boquerones, el tío Damián llevó sólo unas cuantas cervezas, la madre de mi cuñado estuvo vomitando tras comerse sola la ensaladilla y yo tuve que dejar a medio freír las croquetas para ir rápidamente a desahogarme a la peluquería.

Tal y cómo habíamos acordado, nos juntamos ayer en el salón de

Enriqueta. La reunión fue más bien de las de tomar decisiones que de celebración. Nadie llevó comida.

Lorena llegó tarde. Habló poco y empezó a leer.

Un sobre con matasellos de Italia, tres folios llenos de palabras en color verde y, sobre todo, un Mi muy querida familia con letras mayúsculas nos recordaron que lo que sentíamos hacia nuestra prima no era sólo curiosidad.

Estaba bien. Sus ganas de buscar, ya no le producían la ansiedad de siempre. Por fin lo había aceptado y le gustaba. Importaba poco lo que pudiera encontrar.

Enriqueta estaba intentando poner un poco de orden en sus líos y se había dado cuenta de que, para seguir adelante, necesitaba compartir con su familia algunos de sus sentimientos.

A mi no me gusta interrumpir pero no tuve más remedio que hacerlo. A ver si no hubiese sido mucho más fácil hablar con todos en alguna de nuestras reuniones familiares en vez de irse a la otra punta del mundo sola perdida.

La carta continuaba hablando de años de huidas sin moverse a ninguna parte, de años de no complicar ni su vida ni la de los demás y de años de miedos. Enriqueta decía que con la edad algunos de esos temores se apaciguan y se hace más importante que los que te quieren te conozcan. Ya no le producía desasosiego lo que pudiéramos pensar.

Mi tía puso agua a calentar para hacer unas tilas, mi hermana se santiguó dos veces, Lorena continuaba leyendo y yo, a pesar de que nunca me ha gustado llamar la atención, tuve que ponerme de pié para decir lo que pensaba.

No hay duda, de que una mente enrevesada ha tenido que influir en nuestra prima. Seguro que en esos largos paseos sin sentido que daba por la playa ha conocido a algún viejo verde que le ha metido esa sarta de sandeces en la cabeza.

Ahora resulta que Enriqueta está en Venecia y no para ver la Iglesia de San Marcos o pasear en góndola que eso, más o menos, podría entenderlo. Si no porque un buen día leyó un artículo en una revista, de esas que no cuentan nada de nadie, que decía cómo la ciudad se estaba hundiendo poco a poco. Bueno, pues a ella no se le ocurrió otra cosa que sentirse identificada con Venecia. Que no me diga nadie que no son ganas de darle vueltas a las cosas tontamente.

Tengo hambre y mis croquetas a medio freír.

Un os quiero subrayado, su nombre y la frase haced todo lo que se os ocurra para ser felices, terminaban una carta que nos dejó en silencio por primera vez.

Yo creo que vamos a tener que convocar pronto otra reunión familiar.

Cuando volví a casa, sólo por un instante, todo lo que había visto siempre tan difícil apareció asombrosamente fácil delante mí. Pero, ya se me ha pasado.

No he dormido bien. Escenas de películas tristes se mezclaban con colores chillones flotando por mi cabeza.

Estoy cansada. A mí no me gusta criticar, pero ésta mañana hacía más frío que otras veces en la oficina. ¿Qué querría decir Enriqueta con lo de ser feliz? Ésta noche me toca planchar. Tengo que preguntar a mi familia quien es ese Benedetti.

No entiendo por qué mi prima no me contó lo que sentía. Nosotras hablábamos a menudo por teléfono.

Un día de éstos voy a dar un paseo por la playa. Aunque; mejor no. Eso no tendría sentido.

Ya Está Muy Bien o Aurora

Cuando tropezó no sabía que, algo tan tonto, le cambiaría la vida.

Un muchacho con sus rastas y una mujer vestida de verde se acercaron a ayudarla.

- ¡Pobrecilla... Una señora tan mayor! ¿Está usted bien?

- Sí, sí. No se preocupen, contestó ella. Estoy muy bien.

Se puso algo más nerviosa al ver que seguía viniendo gente... Una niña corriendo

con su madre detrás, un cartero con su carrito amarillo...

Demasiado alboroto por tan poca cosa, pensó.

Todos la miraban hablándole a la vez

- ¿Y su rodilla? Parece que tiene una herida.

- No. No es nada... De verdad que estoy bien.

Más que nada, por dar gusto a los que había a su alrededor, se levantó.

A ella no le habría importado quedarse así un ratito más. Si hubiese estado sola,

claro... Tirada en la calle, tampoco se estaba tan mal.

- ¿Vive usted cerca?

- Sí, sí, ahí mismo. Contestó.

- ¿Puede andar?

- Estoy bien... De verdad. Les he dicho que no ha sido nada. Muchas

gracias por todo.

Al fin pudo irse.

Caminó sin problema hasta su casa. Incluso, más rápido que de costumbre. Nunca le había gustado llamar la atención y tenía ganas de llegar.

Al entrar por la puerta empezó a notar los efectos del golpe. Fue hacía su habitación, se quitó la ropa y se puso el pijama. El dolor iba aumentando. Este cuerpo ya no es tan duro como antes, pensó.

Se tumbó en el sofá, colocó un cojín bajo su cabeza, se recogió la melena casi blanca que le molestaba en la cara y comenzó a preocuparse.

Todas las mañanas, menos los domingos, las dedicaba a cuidar de sus nietos. Tengo que avisar a Susana, ¿podrá arreglárselas sola?

Se puso más nerviosa al pensar en Matías y en Daniel... Nunca había entendido como podían llevarle tanta ropa sucia; lavarla, coserla, plancharla... No sabrán hacerlo solos.

¿Y mi niño? Sale corriendo antes de terminar el postre. Pero aquí, por lo menos, una comida caliente toma al día.

Cogió el teléfono. Suspiró. Sentía que les estaba fallando a todos. Comenzó a marcar un número, pero colgó antes de terminar. A lo mejor mañana estoy bien, pensó. No puedo hacerles esto a mis hijos. Me necesitan.

Se tomó una pastilla para el dolor. Preparó una infusión de valeriana, se la bebió a pequeños sorbos y se acostó.

Casi no durmió. No sabia como ponerse. Se levantó varias veces. Bebió agua. Se echó Betadine en la rodilla. Tomó otra pastilla. Cada vez le dolía todo más. ¿Y si mañana no soy capaz de nada? Pensó.

Cuando amaneció, comprendió que no podía hacer otra cosa y cogió el teléfono.

- Susana... mira... que hoy no puedo ir a cuidar a los niños.

- ¿Por qué no?. Tenías que habérmelo dicho con más tiempo.

- Estaba esperando por si me ponía mejor. Perdóname, ayer me caí. ¿Sabes?

- Llamaré a mis suegros. No te preocupes y avísame cuando puedas venir. Bueno... o si necesitas algo.

- Gracias. Dale un beso a los niños.

Se quedó un rato mirando el techo. La pobre lleva tantas cosas para delante. Por

ella seguro que habría venido a verme y estar un rato conmigo.

Descolgó otra vez el teléfono.

- Matías. Soy yo...

- ¿Quién?

- Pues, tu madre. ¿Estabas dormido?

- No. No, ¿qué pasa?.

- No te preocupes pero ayer me caí. Casi no puedo moverme.

- Eso no es nada. Tu descansa y cuídate. A nosotros nos da igual llevar la ropa

a la tintorería.

- Gracias. Díselo a tu hermano.

- Vale. Si te duele llama al médico... Y a nosotros, claro.

- Sí. Os llamaré cuando podáis traer las cosas; creo.

Pulsó la tecla de colgar el teléfono. No pensó. Marcó otro número.

- Hola. Soy mamá.

- ¿Qué pasa?

- Nada importante, estoy bien. Ayer me caí. No puedo ir a comprar comida.

- Da igual, ya comeré por ahí. Llámame cuando estés bien

- De acuerdo.

- Me tengo que ir. Te llamo otro día... Dame un toque si quieres algo.

- Gracias y no comas porquerías.

Soltó el auricular. Cerró los ojos.

Mis hijos son maravillosos, pensó. No solo no me han reprochado que me

sintiera mal. Hasta me han dicho que les llame si necesito algo. De sobras sé yo que, si no vienen a verme, es porque no pueden.

Se levantó y apoyándose en la pared, a pasitos muy cortos, se dirigió al baño.

Se desnudó. Descubrió los moratones que le estaban saliendo. Abrió el grifo del agua caliente, la mezcló con un poco de fría y se metió bajo la ducha.

El agua le caía sobre la cabeza y, sin darse cuenta, sus lágrimas se unieron a ella, recorriendo todo su cuerpo.

No fue consciente del tiempo que pasó así. Mezclada con el agua, el jabón y las lágrimas. Sí notó que, cuando volvió a la realidad y pudo cerrar el grifo, muchas cosas habían cambiado.

El vaho había hecho invisibles las paredes del cuarto de baño, pero la ayudó a mirar para ella por primera vez en treinta años. Tengo que ir a Londres, pensó. Me encanta la niebla.

Respiró profundamente. Se secó. Se lió la toalla a la cabeza. Se dio unas friegas con alcohol, lo mejor para los golpes; recordó. Se vistió. Abrió la puerta y salió al pasillo.

Vio su casa más bonita que nunca. Hoy tenía tiempo para mirarla.

El sol bañaba casi toda la terraza. Fue hacía ella. Paseó entre sus macetas; los geranios, sobre todo, estaban preciosos.

Entró al salón. Se paró ante la estantería. ¡Cuantos libros por leer!.

Volvió al baño. Se secó el pelo. Hacía mucho que no saludaba a la mujer que se reflejaba en el espejo. Se peinó y dijo en voz alta:

- La verdad es que eres una vieja muy guapa.

Fue hacia la cocina. Se preparó un café y se lo tomó con una magdalena. En unos días se me habrán pasado estos dolores, pensó.

Cogió una bolsa de la despensa y se fue a la terraza.

Quería mirar todos los colores de la ciudad, aspirar sus olores, escuchar hasta los, normalmente insoportables, pitidos de los coches bajo su casa. Y; entonces...

Se sentó en la silla que estaba frente al sol. Puso los pies sobre otra que colocó enfrente.

Abrió la bolsa y, simplemente porque quiso... empezó a comer pipas.

viernes, 15 de junio de 2007

El Hombre De Enfrente

A veces me resulta estúpido mirarme al espejo, pero eso está muy lejos de significar que no me guste.

El hombre que tengo enfrente nunca siente miedo. Dentro de su marco de metal, siempre sabe lo que hay que hacer. Él no tiene que ponerse un traje, ni una corbata, ni peinarse correctamente. Él no hace lo que le dicen los demás. Él no necesita ser simpático.

Estoy cansado de buscar. Estoy cansado de buscar alguien como yo. Estoy cansado de buscar mi sitio. Estoy cansado de buscar una mano que me acaricie. Estoy cansado de buscar siempre.

La vida es puñetera. ¿Por qué soy yo el que esta aquí fuera? Sólo quiero cambiarme por él. Ser como quiero ser, refugiarme en un cuadro metálico; y que a nadie le importe.

El hombre del espejo se pone un sombrero de colores porque a él le gusta, su camisa es demasiado grande porque le da la gana; coge una pistola y, ya no necesita llevar pantalones.

Cuando tienes un revolver en la boca, nadie puede pedirte que pienses. Cuando el cañón de acero pasea por tu lengua todos comprenden que es muy difícil articular palabras geniales.

Ahora puedo llegar a la luna, a la que cuelga frente a mí en la pared, a la luna rodeada de metal. Ahora puedo ser el otro. El hombre que siempre me mira, el que siempre me espera; el que nunca hace lo que no quiere hacer.

Cuando aprietas el gatillo, y sólo entonces; te das cuenta de que el hombre del espejo, es tan vulnerable como tú.

Princesas Y Caballeros

Cuando le conocí, yo acababa de quitarme mi vestido de princesa.

Apareció galopando tras el lado oscuro de la montaña que me parecía un corazón. Su armadura lucía hermosa bajo los rayos del sol, pero no me dejaba ver su piel.

Tiró de las riendas y su caballo se paró junto a mí.

Sujetaba fuertemente su lanza y, sin dejar de protegerse con su escudo, giró su yelmo y me miró. Fue una lástima no poder verle los ojos.

—¿Quieres ser mi princesa?

—Gracias, pero acabo de quitarme el vestido

Apretó los estribos y se alejó a gran velocidad. Cuando volví a verle, yo acababa de encontrar mis alas.

El caballero de la armadura volvió a aparecer galopando tras el lado oscuro de la montaña que me parecía un corazón, tiró de las riendas y bajó de su caballo.

Dejó su lanza en el suelo, se quitó el escudo, extendió sus manos hacia mí y se acercó.

—Ya no estoy armado. Ya no tengo protección

Yo seguía sin poder ver su piel ni sus ojos.

—Gracias, pero lo que quiero es aprender a volar

Cuando volví a verle, ya era una maestra volando sobre mí misma. Volaba encima de mí, volaba debajo de mí, volaba a mi lado.

El caballero volvió a aparecer galopando tras el lado oscuro de la montaña que me parecía un corazón. No tenía escudo ni lanza. Bajo de su caballo y, con una palmada sobre su lomo, le dejó en libertad.

Se desabrochó su armadura y la tiró lejos de él. Su piel era dorada cómo la arena de un desierto soleado cuando no tienes sed.

Se quitó el yelmo. Su pelo era oscuro cómo una hermosa noche sin luna.

Me miró. Sus ojos eran profundos y tranquilos cómo un océano en paz.

Me acerqué a él. Volé por su desierto, volé por su noche y volé por su mar. los dos volamos por el cielo, los dos aprendimos lo que significa volar de verdad y los dos supimos que jamás podríamos volar más alto estando juntos.

Al amanecer; sin armas, sin escudos y mas fuerte que nunca, se alejó desnudo tras el lado oscuro de la montaña que yo ya no necesitaba que me pareciera un corazón.

sábado, 9 de junio de 2007

Se Me Olvidó Sentir Miedo

La mañana en la que mas segura estaba de que nunca volvería a sentir nada; aún no sabía, que aquella tarde, aprendería a volar.

Apartado de mi camino, junto a una vereda cuajada de

pinchos y matorrales y oculto tras unos árboles que parecían preciosos; asomaba, cómo si no fuera importante, el campanario de una iglesia escondida.

Si hubiese ido hacia alguna parte, nunca se me habría ocurrido perder el tiempo acercándome allí.

El sonido de la puerta cuando la empujé, fue para mí una

agradable invitación a entrar.

Me dejé envolver por la penumbra del interior,

mientras mi mirada paseaba por las paredes de aquella habitación que parecía vacía. Llamas de un naranja luminoso colgaban en uno de los rincones; pero, ni siquiera ellas, me hicieron pensar que no estaba sola.

Un hombre apareció por una puerta que yo no había

visto, se dirigió a la luz y cogió el palo que estaba ardiendo. Sonreía, me acercaba su fuego muy despacio y sus ojos no necesitaban palabras.

Saludó con una inclinación sin dejar de mirarme, tomó

mi mano y anduvimos hacia el centro de la iglesia. Una enorme liana de esparto, pendía desde el techo arrastrándose a mi lado. Me cedió su antorcha y sus brazos rodearon mi cuerpo para alcanzar la cuerda; acarició suavemente mis hombros, mi espalda y, cuando llegó a mi cintura, comenzó a llenarme de nudos.

No sé por qué, pero se me olvidó sentir miedo.

Cogió el otro extremo de la soga, con la expresión de

un amante cuando entrega un regalo de verdad, y tiró fuerte de ella. Mi cuerpo empezó a elevarse mientras mi pelo y mi falda danzaban tras de mí. Las campanas comenzaron a sonar al compás de mi balanceo. Mi cómplice me miraba desde abajo; y yo, sencillamente, volaba.

De repente, la cuerda se paró cerca de una de las

paredes y vi unas caras con barba que me miraban pintadas en el muro. Las túnicas de colores de aquellos apóstoles, sus largos cabellos, sus ojos iluminados por la luz de la antorcha y la sensación de revolcarme entre ellos me parecieron increíblemente sensuales. Bajé la mirada hacia aquel desconocido, como lo haría una amante que ha recibido un regalo de verdad; el columpio volvió a bailar con la música de las campanas y, muy lentamente, empecé a descender.

El hombre que acababa de conocer, me rodeó otra vez

con sus brazos, desató los nudos que apretaban mis caderas y mi cintura, acarició con su cuerda, con sus manos y con su mirada todo mi cuerpo y después, cogió la antorcha y se alejó.

Volveré a ésta iglesia algún día. Dije en voz alta. Yo

vengo a menudo por aquí. Me contestó. Entonces nos encontraremos.

Sí esto hubiese ocurrido. Si aquellas horas no

hubiesen sido únicas, la magia habría desaparecido y hace muchos años que se me habría olvidado que yo… sé volar.

Mejor Verde

Hace treinta años que no me como una manzana.

A mucha gente le pasa ésta. Incluso, algunos llevan cuarenta años sin comerse una manzana.

En estas cosas no hay nada raro.

Hay quien nunca se ha comido una manzana.

Yo, por lo menos, sé a que saben las manzanas.

Pero, ¿y si hace treinta años que no deseaba nada tanto cómo me apetece ahora mismo comerme una manzana?

Esto, además de extraño, es algo enormemente triste.

¡Cómo he podido pasar tanto tiempo sin muchas ganas de nada!

Me voy ahora mismo a buscar una manzana.

La quiero verde y ácida. Las amarillas o las rojas nunca me han gustado.

Estoy deseando tenerla aquí. Poder mirarla, olerla, saborearla. Poder comérmela muy poco a poco.

¿Por qué no siento lo mismo cuando pienso en mi novio?

Lo malo es, que sí me la como ya, me arriesgo a pasar otros treinta años sin ningún sueño especial.

Mejor espero a encontrar otra cosa que me entusiasme también.

Tengo que comprar una manzana muy grande.

La pondré junto a la tele.

Así no olvidaré nunca que tengo que buscar algo que, de verdad, me guste mucho hacer.